viernes, 12 de octubre de 2012

¿Qué tan dispuestos estamos a sufrir por alguien? ¿Cuál es el límite? La respuesta es personal e intransferible.La egoísta sensación de merecer que surge por el hecho de dar, no es siempre egoísmo o utilitaria generosidad, sino auténtica dignidad. Cuando damos lo mejor de nosotros mismos, cuando decidimos compartir nuestra vida en intimidad, cuando abrimos nuestro corazón de par en par y desnudamos nuestra alma hasta el último rincón, cuando perdemos toda vergüenza, cuando los secretos dejan de serlo, al menos merecemos comprensión, existe merecimiento. Por supuesto que merecemos en virtud de honesta y franca dignidad. Que se menosprecie, ignore, olvide o desconozca fríamente el amor que regalamos a manos llenas es desconsideración, vileza del ser, o, en el mejor de los casos, ligereza.
Cuando amamos a alguien que, además de no correspondernos, desprecia nuestro amor, estamos en el lugar equivocado. Definitivamente, esa persona no se hace merecedora del afecto que le prodigamos. Con una nueva conciencia la disyuntiva empieza a dejar de serlo, la cuestión empieza a hacerse clara y transparente, obvia: si no me siento bien recibido en algún lugar, empaco y me voy.

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